En otro artículo ya conocimos Las Terrenas y sus paradisíacas playas, la zona más turística y desarrollada de la península de Samaná, en el nordeste de Santo Domingo. En esta ocasión vamos a recorrer otros lugares menos conocidos de esta península que bien podría ser un reflejo de lo que es este país antillano. Una mezcla, no exenta de contrastes, entre la tradición y la modernidad, entre el atraso y el desarrollo. Pero eso sí, una tierra de gran atractivo para el viajero, ya que éste se sentirá, especialmente si es hispano, agradablemente acogido y en un ambiente de seguridad.
El anodino nombre de Sánchez es muy adecuado para la población que da entrada a la península. Sin el menor interés, es el lugar donde se bifurca la carretera que nos lleva a Las Terrenas, en la costa norte. En cambio, si seguimos hacia el este, por la costa sur, llegamos a Santa Bárbara de Samaná, la capital de la provincia. En su municipio viven unas 50.000 personas, pero por su dispersión nadie lo diría. El núcleo central tiene el aspecto de un poblachón de 2.000 o 3.000 habitantes.
Santa Bárbara no es aparentemente una ciudad interesante. Sin duda no lo es para quien busca monumentos grandiosos o hechos históricos destacables. Tampoco tiene playas o zonas de ocio, y la vida nocturna es sencillamente inexistente. Pero su centro urbano ofrece gran cantidad de imágenes pintorescas y curiosas, óptimas para el viajero observador que vaya armado de una cámara fotográfica. Podemos definirla como una típica población dominicana de provincias.
La avenida principal tiene un tráfico intenso en las horas punta, aunque sobre todo está atestada de motos, el medio de transporte más barato y por ende más popular. En esas motos, todas ellas de aspecto anticuado, pueden viajar tranquilamente tres personas y hasta una familia entera, por supuesto sin casco de ninguna clase.
Añadiendo un pequeño remolque a estas motos se obtienen unos prácticos mototaxis que por un módico precio te llevan de un lado a otro. Y para los turistas, unos camiones hábilmente acondicionados hacen las veces de autobuses turísticos. Mientras, otros usan sus vehículos (generalmente camionetas como las que salen en las películas gringas) a modo de tiendas ambulantes.
Por las mañanas podemos adentrarnos en un típico mercado callejero dominicano. En él la higiene es, digámoslo así, relajada…
También la peluquería se traslada a la calle. Una silla de plástico en la acera es todo lo que se necesita para sacarse unos pesos.
A poca distancia se encuentra el puerto, que es además el único de la península digno de tal nombre. De allí parten las embarcaciones que zarpan en busca de las ballenas que acuden a estas aguas para aparearse, lo cual atrae a turistas ávidos de unas bonitas fotos, y éstos a su vez atraen a los vendedores ambulantes ávidos de unos pesos.
Frente al puerto hay unas pequeñas islas deshabitadas unidas a tierra firme por un absurdo puente que mandó construir el dictador Rafael Leónidas Trujillo. Su inutilidad y su desproporcionado coste son obvios y son objeto de chanza por parte de los lugareños, pero quién le iba a decir que no al Jefe…
El malecón de Santa Bárbara es un paseo agradable y bien cuidado, en contraste con el resto de la ciudad. Aquí encontramos lo más sorprendente: un multicolor centro comercial construido a base de casas de madera que recuerdan a un pueblo alemán u holandés. Algo tan absurdo como un colmadón dominicano en los Alpes, pero que no deja de tener su gracia.
Muy cerca, una placa recuerda que Santa Bárbara, cuyos primeros pobladores fueron familias traídas de las islas Canarias, fue fundada en 1756 por orden del rey Fernando VI y fue bautizada en honor de la esposa de aquél, Barbara de Braganza. Tras la placa, un quiosco de indescriptible decoración, un atentado estético que antecede a la iglesia principal, de estilo indefinible y perpetrada en indisimulado hormigón.
Para continuar nuestro viaje por la península de Samaná podemos usar el transporte público. Esta función aquí la cumplen las guaguas, unas furgonetas o a veces unas camionetas en las que puede darse el caso de que tengamos que viajar en el remolque, como un vulgar fardo, lo que puede constituir una pequeña aventura para el foráneo, aunque para el lugareño sea parte de su cotidianeidad.
Lo mejor es que la carretera, que recorreremos con más detenimiento en un futuro artículo, nos ofrece muchas pinceladas de la vida de esta provincia dominicana. Una de ellas son los lugares donde los aguerridos motoristas alimentan a sus máquinas. Las siguientes imágenes hablan por sí solas.
Y así llegamos a Las Galeras, el referente turístico del extremo oriental de la península. Se encuentra en el centro de la bahía del Rincón, la cual está delimitada por dos cabos, llamados Cabrón y Las Galeras. Un lugar muy interesante, pues lo que allí veremos es lo más alejado del turismo de masas que podamos imaginar.
A Las Galeras la palabra pueblo le viene grande; simplemente se trata de unas cuantas casas a lo largo de una carretera que desemboca en la playa. Uno podría pensar que es un lugar que ha quedado anclado en el tiempo; pero simplemente es un lugar del Santo Domingo rural al que ha llegado el turismo. Eso sí, no es un turismo de masas ni es un turismo sofisticado. Es un turismo modesto, sin ostentaciones, de gente que busca un lugar tranquilo y auténtico. Allí uno tiene la sensación de que el tiempo pasa más lento.
En esa carretera encontramos establecimientos de todo tipo de aspecto un tanto precario y de actividad bastante pausada, tales como talleres, peluquerías, bares, algún que otro hotel… y en las horas menos calurosas del día vemos mucha gente que va arriba y abajo, tanto lugareños como foráneos.
Al fondo, una estupenda playa que abarca gran parte de la bahía. Nunca da sensación de estar saturada y cuando el calor ya no aprieta se muestra en calma y llena de belleza.
Es a esta hora cuando algunas jóvenes locales aprovechan para refrescarse. Una vez más, hace su aparición el gran misterio dominicano: por qué las chicas se bañan vestidas. Misterio que al visitante foráneo cada día se le antoja más irresoluble.
De la citada carretera surge alguna que otra lateral. Una de ellas nos lleva a otra playa, situada en otra bahía un poco más al oeste. Su nombre, poco original pero fácil de recordar: La playita.
Pero el oriente de Samaná no es sólo playa. Preguntando a la gente local se puede conocer otros lugares interesantes en el interior, tales como un restaurante llamado Monte Azul, que supone una auténtica sorpresa y un magnífico broche de oro para la estancia en esta esquina de La Española. El lugar, en lo alto de un cerro, tiene un acceso muy malo -apenas un camino de tierra de pronunciada pendiente-, pero desde la cima las vistas son impresionantes e inolvidables. En derredor tenemos todas las costas que rodean la península de Samaná: al sur la bahía del mismo nombre (que en realidad, por su tamaño es más bien un golfo) y al norte Las Galeras y sus playas.
El restaurante, de buena comida indochina, es un pequeño local con terraza construido con gusto y adaptado a su entorno. Está regentado por una pareja francesa, Pierre y Vanina. Ella, de ascendencia vietnamita y esplendorosa belleza, cautiva también por su simpatía. Él, galo de pura cepa y objeto de las envidias ajenas.
No puede haber mejor lugar para despedirse de una península, la de Samaná, que tiene todo el potencial necesario para convertirse en un destino de primer orden. Un lugar donde el turismo bien gestionado podría ser el motor de un desarrollo que no suponga la desaparición de su autenticidad y su belleza natural.
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